Candela Giarda tenía 10 años cuando los médicos que la atendían la desahuciaron. “No podemos hacer nada más. Se muere esta noche”, le dijeron a su madre. Pero la mujer empezó a rezar a Juan Pablo I y, de la noche a la mañana, la situación de su hija se revirtió totalmente.
En 2011, Candela Giarda viajó casi 500 km en ambulancia, desde Paraná hasta la Fundación Favaloro. Tras padecer una encefalopatía grave, iba intubada. En este desdichado viaje, la acompañaban su mamá, un médico y una enfermera.
“Candela hizo una vida normal hasta los 10 años, que fue cuando se enfermó. Empezó con dolor de cabeza. Yo pensaba que era porque necesitaba anteojos. La llevé al consultorio del pediatra y del oftalmólogo, pero nadie sabía decir qué tenía, porque el único síntoma era el dolor de cabeza. A la semana, Cande comenzó a desmejorar, hasta tener vómitos y fiebre. Cuando la llevé a la guardia, me dijeron que estaba incubando un virus. Cada vez iba empeorando más, hasta que en la madrugada del 27 de marzo de 2011 la llevé al hospital pediátrico de Paraná y quedó internada en terapia. En pocas horas pasó a estar en coma, con respirador. Tenía convulsiones y probaban con distintos anticonvulsivos, pero nada funcionaba”, testimoniaba Roxana, la mamá de Candela.
Roxana cuenta que peregrinó por sanatorios, hospitales y distintos centros de salud de Entre Ríos, pero nadie sabía explicarle qué tenía su hija. La monitoreaban permanentemente, le hacían electroencefalogramas las 24 horas, placas todos los días, resonancias, tomografías. Nada alcanzaba para detectar en qué consistía su rara enfermedad. Incluso, cuando ingresaron a la Fundación Favaloro, no había un diagnóstico preciso. Años después, los especialistas concluyeron que la patología era FIRES (síndrome epiléptico por infección febril), una enfermedad de las consideradas raras, que afecta a una persona en un millón, casi siempre sin posibilidad de sobrevida.
“Desde que llegamos a Favaloro, Candela empeoró en vez de mejorar. No tenía expectativas de vida. Hasta me llegaron a decir que volviera a Paraná para que muriera en mi casa”, recordaba Roxana. Los especialistas le decían que, si acaso sobrevivía, la niña iba a quedar en estado vegetativo, ciega.
La noche más oscura y desesperante fue la del 22 de julio de 2011, cuando la doctora Gladys la abrazó y le dijo: “No podemos hacer nada más por ella. Cande se muere esta noche”. En ese momento, Roxana decidió pasar por la iglesia a la que siempre iba a rezar, la parroquia Nuestra Señora de la Rábida, ubicada a metros de la clínica, en Buenos Aires. Allí había conocido al Padre José Dabusti, quien la contenía en esos dramáticos días. “Aquella noche entré y le pedí que fuera a verla. Cuando se acercó a la cama de Cande, rezó y me indicó que pusiese las manos arriba de ella y se la encomendó al Papa Juan Pablo I”. Aunque no sabía nada acerca del Papa, Roxana confió en lo que le proponía el sacerdote y, sin dudarlo, se aferró a él sabiendo que era el último recurso.
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Afortunadamente, el desenlace fatal nunca llegó. Unas horas después de invocar a Juan Pablo I, la niña empezó a evolucionar de manera favorable. Hasta que su vida no corrió más peligro y abandonó la terapia intensiva. Menos de veinticuatro horas después, comenzaba a recuperar sus capacidades vitales. Para su madre, solo hay una posible explicación: se trata de un milagro. Roxana asegura: “Los milagros existen, y yo lo vi con Cande”.
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