Diego Schwartzman sigue a paso firme. Luego de su sólida victoria el lunes ante el francés Calvin Hemery por 6-1, 6-3 y 6-1, volvió a mostrar su fortaleza. En la segunda rueda de Roland Garros se impuso con autoridad ante el checo Adam Pavlásek por 6-1, 6-3 y 6-1 en una hora y 27 minutos de juego.
El argentino número 12 del mundo se afianzó en la cancha seis del complejo parisino, y logró avanzar con autoridad rumbo a la tercera vuelta del Grand Slam. En el próximo encuentro se medirá con Borna Coric, que superó este jueves al italiano Thomas Fabbiano.
Va un rato de partido, nomás. Guido Pella está haciendo un curso de atletismo: corre de una punta a la otra de la pista, mueve los brazos de lado a lado, sobre todo el izquierdo, el hábil. Es un intruso en casa ajena: Rafael Nadal es el dueño de Roland Garros . Lo que está ocurriendo, eso de estar jugando en la Suzanne Lenglen, a metros de la cancha central, es simplemente una formalidad: el español es el encargado de toda la tierra del complejo. El unipersonal va 6-2 y 1-0, cuando el bahiense, zurdo como el español, pero que juega en otra categoría, lanza una bola, que toca en la red y se sostiene una milésima de segundo en el aire.
Como en Match Point, la brillante película de Woody Allen, el suspenso dura un segundo en la realidad y un siglo en la imaginación. La pelota cae., de este lado del camino. Nadal es tan grande, que hasta a los astros tiene de su lado. Se sube al marcador rápidamente: 2-0. Allí es cuando Pella se da vuelta, mira al cielo, a la tribuna trasera y lanza un genuino: "Tengo ganas de irme a la mierda". Lo repite, con un preámbulo: "Te lo juro., tengo ganas de irme a la mierda".
Pero se queda, hace lo que puede con las pelotas pesadas, con las pelotas punzantes, con ese revés paralelo que es parte de la antología. Rafa no es un adversario: es el rey. Y Pella corre, corre todo lo que puede y, por momentos, se estabiliza con un digno servicio y pelotas bajas y con efecto que a Rafa, verdaderamente, le hacen cosquillas. Tira un globo delicioso, en un momento. Pero no hay caso, el encuentro dura dos horas y tres minutos y termina 6-2, 6-1 y 6-1. Pella se despide entre aplausos del público y, sobre todo, de Nadal. Que frena todo lo que está haciendo: cambiarse la remera, guardar las raquetas, tomar un poco de líquido, para aplaudirlo de pie. Esa es la mejor recompensa, por más que Pella, ahora mismo, sienta que nada tiene sentido. Se va con los ojos clavados en la arena, transpirado, herido. El tenis, a veces, puede ser un martirio.