Faltaban cuatro minutos y dos segundos. Cual partida de ajedrez, Cleveland Cavaliers inclinaba su Rey: el marcador estaba 102-77 para su huésped y LeBron James, King James, abandonaba la cancha. El número 23 saludó, en forma de discreta felicitación, a todos los rivales que estaban en el rectángulo y fue a sentarse, para no volver. El público, aletargado, desencantado, dejó de lado su silencio para aclamarlo con un repetido "¡MVP!". Pero la capitulación tácita acababa de ser firmada.
Así de aplastante, con un 108-85 en rodeo ajeno, terminó siendo Golden State Warriors, un campeón que viene reclamando un lugar en la historia. Tres conquistas en cuatro temporadas seguidas. Una victoria arrolladora en la serie más reciente: 4-0, apenas la novena barrida en los 69 torneos de la mejor liga del mundo. Un estilo de juego reconocible: dinámica, individualidades y triples. Un equipo identificable en sus piezas más lustrosas: Stephen Curry, Kevin Durant, Klay Thompson, Draymond Green. Un rival, Cleveland Cavaliers, dominado en la insólita seguidilla de definiciones entre ambos. Y un gigantesca estrella, un astro de todos los tiempos, domesticado en cada una de esas consagraciones: LeBron James.
Golden State Warriors es el autor de todo eso. Una franquicia que marca época en la National Basketball Association. Que empieza a hacerse lugar entre los más importantes de la historia del básquetbol, ya con cuatro coronas en total (1975, 2015, 2017 y 2018), que la ubican quinta entre las más ganadoras, detrás de Celtics (17), Lakers (16), Bulls (6) y Spurs (5). Y que no tiene ningún motivo como para dejar de ir por más gloria desde fines de octubre, cuando empiece el próximo campeonato.
En el primer capítulo de esta final estuvo a punto de perder en casa; alguno que otro error ajeno lo salvó de empezar cediendo la ventaja de localía y de comprarse un paquete de dudas. Pero Warriors creció con el correr de la serie y terminó, con su juego intenso y eficaz y sus múltiples recursos de habilidad, quebrantando a este Cleveland que fue muchísimo de LeBron, algo de Kevin Love y poquito del resto.
El desborde de talento que el campeón posee en sus perimetrales lo pone a cubierto de eventuales bajones de tensión en alguno de ellos. Esta vez, Curry puntuó en compensación por lo que no hicieron tanto Durant (20) y Thompson (10): con 37 tantos, el número 30 pareció querer discutir con KD quién merecía el premio al jugador más valioso de la final. Terminó llevándoselo el alero, por segunda vez consecutiva, ante una ovación de un estadio lleno ubicado a miles de kilómetros de Ohio: el californiano Oracle Arena, de Oakland, se cubrió entero de público para volver a festejar algo que la afición auriazul había esperado durante cuarenta años entre 1975 y 2015.
Del otro lado, la tristeza y la desolación deportiva. Cleveland no solamente perdió por cuarta vez una final en las últimas 12 temporadas de NBA, sino que además teme perder a su crack. LeBron James, de apagada actuación ("escasos" 23 puntos) esta vez, a quien por años los hinchas de Cavaliers acusaron de "traidor" antes de que regresara a casa tras sus éxitos en Miami Heat, parece tener futuro en alguna otra franquicia. Suena Houston Rockets; quizás lo disfrute Philadelphia 76ers. Como sea, a los 33 años, si El Rey se fuere y algún día regresare por segunda vez, ya no será el mismo.
Sigue siendo el mejor, dominante en el parquet, pero no le alcanza ante semejante compendio de talento de este Golden State que posee varios fenómenos en la cancha y algunos fuera de ella: los que supieron armar y conducir semejante plantel de estrellas. No siempre funciona eso de juntar figuras, pero la dirigencia y el ideólogo táctico, Steve Kerr, lo hacen de maravillas.
La NBA actual lo reconoce, y los registros históricos, a esta altura, empiezan a rendir pleitesía frente a tanta supremacía, tanto trofeo en unas mismas vitrinas.